Por Bertie Espinosa.
Foto: Ángel Vidarte
Hay temas a los que uno le gusta escribir porque es un poco como fuese a revivir lo ya pasado. Me pasa cuando escribo y las palabras salen solas porque la noche fue rodada. De esas que no se olvidan para bien. Hay mujeres que no necesitan subir el tono para ser escuchadas. Beatriz de los Mozos es de esas. Tiene esa manera de estar que llena un espacio sin ocuparlo, un modo de mirar que convierte lo cotidiano en algo que uno querría volver a vivir. En el Palacio de Santoña, bajo sus techos dorados y con las lámparas encendidas como en las grandes noches madrileñas, celebró los cinco años de Flabelus, su casa, su criatura, su espejo.
Aquella tarde —más luminosa de lo que el otoño prometía— Madrid tenía algo de fiesta discreta. Llegaban los invitados con esa prisa contenida de quien sabe que el tiempo se mide en miradas, no en minutos. Beatriz los recibía con la serenidad de quien no improvisa nada y, sin embargo, deja que todo parezca natural. Vestía con esa elegancia sin pretensiones que es su sello: la de quien no necesita demostrar nada, porque lo ha construido todo.
Flabelus cumplía cinco años y parecía haber nacido ayer. Pero también daba la impresión de llevar toda una vida con nosotros. Esa dualidad —la frescura y la raíz— es quizá su mayor virtud. En un mundo de modas que se evaporan antes del primer sorbo de champán, Flabelus ha sabido permanecer, respirando en un punto perfecto entre lo artesanal y lo contemporáneo.
En Santoña, los muros hablaban de historia y los zapatos de Flabelus caminaban sobre ella. Había algo casi simbólico en ver esas alpargatas refinadas —que nacieron del espíritu español más sencillo— pisar los mosaicos de un palacio que ha visto desfilar a generaciones de elegancia y poder. Todo en la velada era una especie de conversación entre tiempos: el pasado bordado en terciopelo y el presente de Beatriz, que no teme mezclar una suela de yute con un alma cosmopolita.
Cuando llegué a la calle aquella tarde, ya las farolas parecían haberse confabulado para encender un guiño distinto: la fachada del Palacio de Santoña lucía como un portal hacia otra dimensión, una especie de nostalgia renovada, mitad cuento decimonónico, mitad club clandestino de Malasaña. Había en el aire una promesa: esta noche no sería rutina, ésta sería una noche entre el surrealismo y la emperatriz Sissi, sí, pero versión contemporánea, porque para eso estamos en moda, y en tendencia, no para volver al pasado sino para reinterpretarlo.
Recorrí la alfombra hasta la escalera: una cascada de flores de fantasía, rosas abiertas como abanicos barrocos, glicinas que parecían susurrar secretos. Subiendo, sentí que cruzaba un umbral: del Madrid de siempre al Madrid de deseo y escaparate. Allí estaban ellas: la fundadora, la visionaria, la mujer que ha convertido un calzado aparentemente sencillo en el objeto de deseo de la sala de al lado, del club, del brunch y del palacio. Me refiero a Beatriz de los Mozos.
Beatriz, con su porte tranquilo y su ambición silente, arrancó hace poco más de cinco años con una idea que parecía discreta —importar venecianas clásicas a España— y que ha derivado, en su firma Flabelus, en una marca madrileña que ha conquistado estatus, escaparates y ciudades. Fundadora con formación de abogada, un pasado en start-up tecnológica en Londres, decidió virar hacia el diseño de calzado porque, según sus palabras, “algo faltaba”.Y lo que sí faltaba es esa mezcla imposible entre comodidad y elegancia, entre plano y estructura, entre la alpargata artesanal y el zapato de palacio.
En la fiesta del quinto aniversario de Flabelus —aunque todos lo llamamos, por costumbre cariñosa, “el quinto” como si ya hubiera décadas de historia—, Beatriz reunió a sus fieles escuderas —María Barrio y Pilar Oraa— quienes con ella han hecho posible que la marca madrileña se haya transformado, haya mutado, del clásico veneciano a un repertorio que va “de lo barrio a lo minimalista”, para hombre y mujer, para vestido de tul, esmoquin o traje de chaqueta, para día y para noche. Porque en Flabelus caben las zapatillas de palacio y las de Malasaña.
Esa noche, caminando entre los invitados —desde Palomo hasta Teresa de la Cierva, pasando por Álexia Álvarez de Toledo, Lucía Ruiz-Lafita (que puso los postres), Charly Cabanas, Concha Pareja Obregón, Cintia Lund, Tristán Ramírez… y otros tantos amigos que hacen de la marca un fenómeno de intimidad y deseo—, respiré el aire de un evento que ya no es simplemente una fiesta de marca: es un encuentro de tribu, de complicidades, de modas que se reconocen entre sí. Entre pie y pie… Flabelus al canto.
La primera planta del palacio nos recibió con todo: una orquesta que parecía ubicar el compás en otro siglo, un DJ-set donde pinchaba Brianda Fitz James, bufet libre con pasteles, helados, vermut, margarita embotellada Santabrisa (novedad de la temporada en Madrid) y hasta un ajedrez vivo —sí, pieza por pieza, movimiento por movimiento— que le daba un tinte teatral a la velada. Las escaleras, saturadas de regalos, fotogramas de flores, risas, amistades que se reconocían. Y mientras tanto, los zapatos de Flabelus saltaban de pie en pie, conversación en conversación, selfie en selfie.
Beatriz apareció más tarde, con la sonrisa de quien ha cumplido un objetivo y ya está pensando en el siguiente. Nos contó cómo aquella idea de “tomar una veneciana, cambiarla, darle alma” se transformó en algo mayor, en un zapato que no solo se ve sino que se siente, y que ha conquistado royals, modelos y street style de Madrid a Nueva York. Me fascinó la forma en que habla de las técnicas artesanales españolas, de la fábrica en Elche que inauguró recientemente y de su deseo de que “otras marcas vean que se puede”. En efecto, la industria del calzado está también ahí, detrás del glamour, la artesanía, elMade in Spain que no se agota en etiqueta sino que late desde Elche al mundo entero.
Y sin embargo, para mí lo más relevante de la noche no fueron los zapatos —aun estando en cada paso— sino la atmósfera que Beatriz ha creado: mezcla de clasicismo y desenfado, de escapismo histórico y modernidad urbana, de palacio y sandbox de Malasaña. Porque es allí, en esa mezcla, donde radica el magnetismo de la marca.
Al bajar por las escaleras, ya entrada la madrugada, varios invitados se quedaron hasta el final, “como pasa con las buenas fiestas”: ni flores ni regalos para quien se queda el último, solo recuerdos, risas que no se borran, conversaciones que se prolongan. Y me permití observar la sala vacía, las huellas de la noche: vasos medio llenos, la orquesta silente, la pista al ralentí, y los zapatos de Flabelus abandonados en los asientos que ya no bailaban. Fue en ese momento cuando comprendí: esta noche era para no olvidar, y por supuesto, para repetir.
Así que, querida lectora, querido lector, si ves en una foto los destellos del palacio, las flores, los zapatos, los nombres conocidos, no pienses que es ostentación: es celebración de un sueño hecho realidad. Y ese sueño se llama Flabelus, y detrás de él está Beatriz de los Mozos —la fundadora, la empresaria, la anfitriona que sabe que el lujo no siempre está en el exceso, sino en el detalle, en el paso firme, en el zapato que te lleva de día a noche sin cambiar de piel. Cuando veas unas Flabelus al pasar, ten presente la historia que hay detrás: una mujer que quiso cambiar su calzado y lo cambió todo.





