Por Bertie Espinosa

Hay lugares que no son restaurantes, son ficciones novelescas, trampantojos con olor a albahaca y a parmesano recién rallado. Il Posto es uno de esos escenarios en los que uno se sienta a cenar y acaba, sin darse cuenta, siendo personaje secundario de un libreto a medias entre Fellini y la parroquia de tu barrio. La decoración es mitad trattoria de carreteras boloñesas, mitad pizziecheria de postal, con esas paredes de ladrillo desnudo que parecen estar siempre a punto de contar un secreto y un altar laico en el que campea, solemne, la imagen fotográfica de dos sacerdotes oreconculares bendiciendo el local como si en vez de pizzas fueran a repartir indulgencias plenarias. Es un cuadro costumbrista y pop, un bodegón con sotana, un fresco que pone a prueba el sentido del humor y la digestión. Uno mira ese marco clerical y piensa en la Roma de Sorrentino, en cardenales bailarines, en los dogmas de fe que aquí no tienen nada que ver con teologías sino con la religión de la pasta al dente y de la pizza que cruje como el preludio de un himno profano. Lo que se respira es Italia en el corazón de Madrid, pero no esa Italia de souvenir para turistas que se tragan spaghetti con ketchup, sino la Italia de la casa de la nonna, de la tartera viajera que huele a domingo, de las sillas que parecen rescatadas de un desván lleno de memorias y del mármol que brilla como en la Piazza Navona después de la lluvia.

Pero lo que de verdad convierte a Il Posto en escenario de alta crónica es el producto. Aquí la mercancía tiene nombre propio, apellido y hasta pedigrí. Hablamos de Nicoletta Negrini, que es como la Madonna de los embutidos, la santa patrona del mortadela, la mujer que convirtió el charcutero en una figura literaria. Los productos de Negrini no son alimentos: son metáforas de Italia. Ese jamón que se corta como una frase bien dicha, ese parmigiano que cruje en la lengua como un chiste de Totò, esa burrata que llora crema por dentro como si fuera una confidencia. Se podría escribir un ensayo sólo con lo que ofrece el mostrador, esa salumería dispuesta a la vista, roja y blanca como la bandera invertida de una patria que se come. Y de ahí pasamos al plato: una pasta con trufa que llega a la mesa como llega el otoño, perfumando el aire con una melancolía suntuosa. Es un plato que no alimenta: embriaga. La trufa es el diamante negro de la cocina, y aquí se sirve con la naturalidad de quien te da un vaso de agua. La pasta está al punto exacto, con ese al dente que no es sólo técnica, es filosofía: la resistencia justa a la mordida, como la vida misma cuando aún no te ha vencido. Y luego están los pulpitos con picante, pequeños demonios marinos que se retuercen en la boca con el ardor de un romance napolitano. La cocina aquí no sólo se come: se interpreta. Cada bocado es un verso y cada sorbo de vino, un punto y aparte.

Y claro, la pizza con pistacho. La pizza es el platillo volante de la gastronomía popular, y aquí aterriza verdeada de frutos secos, como si la cúpula del Panteón se hubiera desmoronado sobre la masa. No es pizza, es un acto de fe laico, un conjuro entre lo crujiente y lo cremoso, entre lo ortodoxo y lo herético. El pistacho se convierte en la excusa para que el comensal piense que ha descubierto algo nuevo, aunque en realidad lo que se redescubre es la felicidad infantil de comer con las manos. Esos pistachos, triturados y brillantes, hacen que la mozzarella se vista de gala y que cada bocado sea una fiesta de texturas. Y mientras, los sacerdotes del cuadro siguen ahí, bendiciendo a los fieles del buen comer como si fueran ángeles custodios del colesterol. Lo italiano, en este rincón madrileño, no es un cliché, es un espectáculo. Es entrar en Il Posto y salir creyendo que has viajado, que la noche se ha puesto un traje de lino blanco y que, de fondo, suenan los violines de Nino Rota. Cenar aquí es hacer un poco de literatura: el mantel como página, el cuchillo como pluma, la copa de vino como signo de puntuación. Y uno, ya de madrugada, sale a la calle con la sensación de que la vida, a veces, sabe a trufa, a pistacho, a pulpo con guindilla, y que en esa alquimia está la verdadera elegancia.

https://ilpostomadrid.com/

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