Por BERTIE ESPINOSA
La Residencia del Embajador del Perú, que de puertas afuera parece una casa diplomática más en el barrio de las embajadas, anoche se encendió como un farol de fiesta. Allí, en ese Madrid que nunca pierde el hambre de novedad, el embajador Luis Iberico Núñez, periodista antes que diplomático, convocó a la prensa, a la curiosidad y a los golosos de palabra para presentar el III Festival de la Tapa Peruana – La Ruta de las Cocinas Regionales. Y allí estuvimos, los plumillas y los antojadizos, a la caza de una tapa y de una frase.
Iberico, que habla como quien ha olido tinta y cerrado ediciones, juega con los silencios como un redactor que sabe que el titular está en la pausa. En su voz hay un Perú entero, esa geografía que se derrama desde el Pacífico hasta el Amazonas, y que ahora se sirve en tamaño bocado por una veintena de restaurantes de Madrid, Barcelona, Sevilla, Zaragoza y Tenerife. “Perú cabe en una tapa, pero su sabor es infinito”, dejó caer el embajador, y uno sintió que era la frase de portada.
Los salones, discretos en su señorío, olían a cilantro y a mestizaje. Ceviches que parecían relámpagos marinos, lomos saltados con nostalgia de wok, juanes amazónicos que traían la selva en su propio aliento. En cada bandeja un viaje, en cada cucharada un país entero dispuesto a conquistar la mesa española. Los camareros desfilaban como mensajeros de la abundancia, y el pisco sour, con su espuma insolente, llegaba a los labios como un telegrama helado que hablaba de otras costas, otros veranos, otras madrugadas.
Había periodistas que probaban y apuntaban, que bebían y anotaban, porque aquí la noticia se escribía también con el paladar. Se hablaba de la costa peruana y su ceviche universal, de la sierra con su pachamanca de piedra y rito, de la selva que hierve plátano y maní hasta hacer del caldo un milagro. Se citaba la cocina nikkei, donde Lima se entiende con Tokio, y la chifa, donde los Andes conversan con Cantón. Un mestizaje sin complejos, que se atreve a ponerse en formato tapa para seducir a España a 12 euros la tentación: ceviche, tapa regional y pisco.
Mientras sonaba, casi secreta, una marinera que pedía pie de baile, uno sentía que Madrid se volvía un barrio de Lima por unas horas. Los balcones de la residencia parecían asomarse al malecón de Miraflores, y el otoño de la capital olía, por fin, a verano del Pacífico. Entre sorbos y titulares, los colegas de prensa cuchicheábamos como quien comparte un pecado: “Esto no es solo gastronomía, es una manera de vivir”. Y sí, Umbral lo hubiera dicho mejor, pero el pisco ayuda a la metáfora.
Salí de aquella casa como quien abandona un periódico de madrugada: con el cuaderno lleno, la boca alegre y la certeza de haber asistido a algo que se queda. Porque la cocina peruana, que ya conquistó el mundo, ahora conquista la tapa, ese altar español de lo breve y lo intenso. Y uno piensa, mientras la noche de Madrid se enciende, que este festival —del 23 de septiembre al 5 de octubre— es mucho más que una ruta de restaurantes. Es la prueba de que el sabor, cuando es verdadero, no entiende de pasaportes ni de protocolos. Perú ya no llama a la puerta: entra, se sienta y brinda.





