Madrid tiene noches que se abren como abanicos: despliegan su misterio poco a poco, varilla a varilla, hasta que uno se encuentra dentro de un teatro donde todo se vuelve más verdadero que en la calle. Así ocurre en el Teatro Flamenco Madrid, ese templo íntimo donde el aire huele a madera vieja, a vino derramado, a espera. Allí fui, una noche cualquiera, a buscar descanso y acabé encontrando un incendio: Emociones.
El espectáculo no miente: lo que ocurre sobre las tablas no son pasos ni compases, sino un lenguaje visceral que atraviesa. El cante, áspero y desgarrado, parecía venir no de una garganta sino de un desgarro en el alma. Cada quejío abría la sala como un cuchillo abre la fruta madura: con dulzura y con violencia. La guitarra acompañaba como se acompaña a un enfermo querido: con respeto, con mimo, sabiendo que cada cuerda pulsada podía ser alivio o tormenta.

Y entonces, el baile. Esa mujer que se levanta con los brazos altos, como si llevara siglos sosteniendo el cielo de Andalucía. Los pies golpean la madera y Madrid tiembla, se convierte por un instante en un patio blanco de Jerez o en una taberna de Triana. No baila: arde. Sus giros, sus paradas, sus miradas que atraviesan al público con la fiereza de quien sabe que el arte no se pide por favor, se impone.
El teatro entero enmudeció. Había turistas con cara de asombro y madrileños con gesto de reconocimiento. Todos callados, todos hipnotizados por ese latido común que es el flamenco: la emoción convertida en rito, el dolor hecho belleza, la alegría vestida de duelo.
Uno pensaba, entre palmas sordas y silencios, que en esta ciudad donde todo es ruido, prisa y escaparate, aún existen cuevas secretas donde lo esencial sobrevive. Ese Madrid que sabe llorar sin pudor, que se atreve a reír con los ojos húmedos, que hace de la música una plegaria.

Emociones es más que un título, es la verdad de una noche en la que el tiempo se detuvo. Salí del teatro como quien regresa de un viaje: desorientado, con la certeza de haber visto algo irrepetible, con el alma sacudida y agradecida.
Porque el flamenco, cuando es de verdad, no se aplaude: se guarda en la memoria como un secreto. Y ese secreto, en pleno Malasaña, tiene un nombre y una casa: el Teatro Flamenco Madrid.
Texto: Bertie Espinosa
Fotos: Teatro Flamenco Madrid






