Por Bertie Espinosa

Cuando Ramón Masats llegó a Pamplona en 1957, pocos años después de que Henri Cartier-Bresson retratara las fiestas de San Fermín en Pamplona, Masats aterrizó en la celebración con una Leica y una Pentax y captó ese universo único con una mirada que apostó por la composición severa y rotunda. Un trabajo histórico que significó un hito en la fotografía española.

Él traía la cámara como un forastero trae la fe: al cuello, colgando, pero firme. No sabía entonces que aquella serie sobre los Sanfermines sería su primer trabajo importante, y quizá tampoco sabía que estaba levantando, disparo a disparo, el andamiaje de su propia leyenda.

Pamplona era entonces otra cosa: menos escaparate, más ritual. No había turismo de camiseta blanca planchada, ni influencers encaramados a los balcones. Había mozos con hambre de riesgo, toros sin GPS y un pueblo que aún olía a sangre, pan y aguardiente. Masats lo vio todo sin adornarlo, sin afeitarlo. Lo fotografió como un hombre que no quiere gustar, sino entender.

Delibes lo habría entendido. Porque Masats miraba como el labriego que ha aprendido a leer los cielos: sin ruido, sin urgencia. Sus fotos no son retóricas, ni buscan épica. Hay en ellas un silencio de bodega, un poso de tierra, una calma rural que sabe que lo esencial ocurre en la sombra. La fiesta no es ruido: es espera, es gesto, es humo que se disuelve en la piedra.

Pero también está Umbral, inevitable. Porque donde Delibes calla, Umbral escribe con colmillo. Y Masats, sin decirlo, también se dejó morder por el barroco. Retrató la entraña, el exceso, la carne. La fiesta como desvelo. El mozo que llora después de correr, el cura que asoma entre el gentío, el niño que aún no entiende y ya lo está viviendo. Hay barro, hay vino, hay humanidad sin maquillaje.

Y por último, Hemingway. Aunque Masats no imitó su estilo, sí compartía con él esa necesidad de ir al hueso. A lo esencial. La fiesta no como postal, sino como cicatriz. Masats no fue a celebrar: fue a mirar. Y miró bien.

Aquel fue su primer trabajo. Lo demás —Barcelona, los pueblos, los rostros, los silencios— vendría después. Pero ahí, en Pamplona, estaba ya todo: el encuadre limpio, la ética de la mirada, el respeto por lo real. Ahí empezó Masats. Y con él, empezó otra manera de contar España.

He aquí una pequeña galería de este primer trabajo del fotógrafo más eterno de la historia de la fotografía española.

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