Hay colecciones que se pasean, otras que se consumen, y unas pocas —raras, solares— que se viven. Loewe ha vuelto a Ibiza, o más bien, al recuerdo de aquella Ibiza que fue y que tal vez ya no es, pero cuya estampa sigue en nuestra memoria como un perfume seco que no caduca.

La colección se presenta como lo haría un sueño de siesta: con siluetas que flotan, colores que no levantan la voz y texturas que parecen escritas por el viento. Fotografiada por Gray Sorrenti —que ha entendido mejor que nadie la poética del desorden bello—, la campaña de esta temporada se desarrolla en las dunas de Comporta. Portugal como atajo visual a una Ibiza anterior al “influencerismo” y los macrofestivales: la Ibiza de los alemanes con libros, las italianas con pies descalzos y los españoles con prisa por llegar tarde.

Actúan de modelos —más bien de habitantes de esa utopía— Giselle, Jamie Dornan, Sophie Wilde y Enzo Vogrincic. En sus miradas hay una especie de desapego feliz, como si acabaran de descubrir que el tiempo no les va a alcanzar, pero no importa.

Rafia, lino y guitarras invisibles

La ropa en sí es una caricia visual: vestidos asimétricos que no entienden de gravedad, camisas bordadas con pájaros y flores que podrían haber salido de una novela de Carson McCullers y jerséis abiertos como confesiones. El denim se relaja, se desteje, se deja llevar. Hay camisetas con ilustraciones del Grateful Dead, ese grupo que en los 70 parecía sonar ya en la cabeza de los que aún no habían nacido.

Y los bolsos… Ah, los bolsos. Loewe ha convertido la rafia en su oro hilado. Está el nuevo Ola, ondulado como la resaca de una siesta. El Featherlight Puzzle, más escultura que accesorio. Y toda una gama de cestas, charms, sandalias y gafas que no visten tanto como insinúan: no se trata de lo que llevas, sino de a dónde pareces ir.

Artesanía como actitud

No es menor el gesto —sutil, pero firme— de incluir en cada pieza el sello de una comunidad, de una historia: artesanos de Madagascar, iniciativas sociales en Colombia. Loewe no juega a parecer ético; lo es con una naturalidad que ya casi resulta provocadora. La marca ha hecho de la sostenibilidad no un eslogan, sino un modo de producción silenciosa.

Porque al final, Paula’s Ibiza no es ropa. Es un estado mental. Un “me da igual” bellamente vestido. Una utopía portátil. Un verano que no exige cuerpo perfecto ni calendario definido. Solo ganas de ir donde la música no suena, pero se intuye.

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