Por Bertie Espinosa
Fotos: Fernando López de Ceballos
La arquitectura era el primer gesto. Antes del arte, antes de los nombres, antes incluso del murmullo de los invitados, el espacio ya hablaba. Un lugar de paredes ásperas, pieles de cemento visto, pasillos como intestinos de un monstruo racionalista. Era brutalismo, sí, pero también liturgia. Un templo de hormigón donde todo estaba dispuesto para la experiencia, no para la comodidad. Y eso lo cambiaba todo.
Allí, en ese útero mineral, tuvo lugar ENEAS, la experiencia artística creada y curada por Eneaverso y Saisho, un acontecimiento más que una exposición, una liturgia más que un evento. Una primera edición que no parecía primera. Un bautismo de fuego para el que nadie había traído toalla, pero todos acabamos empapados.
La luz era precisa. Casi quirúrgica. El recorrido no era una galería, era un descenso. Ocho niveles de experimentación, que sonaban más a tratado místico que a concepto curatorial. Pero esa era la gracia: ENEAS no era para mirar, era para cruzar. Como el propio Eneas troyano: no se trataba de quedarse donde uno estaba, sino de migrar hacia una forma más profunda de estar en el mundo.
Javier Camacho, el fundador de Eneaverso, no necesitó levantar la voz. Su discurso flotó como incienso sobre las cabezas de los asistentes: “El arte, al igual que la vida, es una experimentación constante en busca de nuevos caminos para desplegar su propósito”. No parecía una frase escrita: parecía dictada por algo que sabe más que nosotros.
Camacho no es un agitador, es un canal. No es un curador, es un activador. Eneaverso, su criatura, es menos una marca que una metáfora en expansión. Un club artístico que usa el eneagrama como mapa del alma, y el arte contemporáneo como vehículo para desactivar lo que nos sobra y recordarnos lo que somos.
Y Saisho, por su parte, puso el bisturí: la selección de artistas era quirúrgica, certera, con olor a pólvora conceptual y belleza inquietante. Estaban José Luis Serzo, que sueña en 16:9; Ikella Alonso, que pinta como quien susurra un secreto que nadie debería saber; Oscar Seco, que reinventa el caos; Xavi Ceerre, cuyo trazo parece acelerado por una tormenta interior. También Gastón Lisak, María José Benvenuto, Alicia Martín, Carla Cascales, Taher Jaoui… La lista era larga, pero no abrumadora. Porque cada obra pedía su tiempo, como una canción que no quiere ser coreada, sino escuchada con auriculares y a solas.
La gente flotaba. O se dejaba arrastrar. Más de 600 almas: coleccionistas, críticos, artistas, buscadores. Algunos consagrados —como Ignacio Palomo, Felipe Alayeto o Ander Michelena— y otros simplemente convocados por una intuición: que aquí, esta noche, no se iba a hablar de arte. Se iba a ser arte.
Y mientras Marisol Salanova opinaba sin levantar la voz y Lamine Thior y Jianping Ma absorbían el gesto con la misma intensidad que la obra, había algo en el aire que no se puede colgar en una pared. Era la certeza de estar viviendo una fundación. No de un evento, sino de un lenguaje. ENEAS no era solo exposición: era gramática emocional, arquitectura del alma, arqueología futura.
“Virgilio refundó Roma con la Eneida”, dijo Carlos Suárez, CEO de Saisho. “Nosotros con ENEAS”. Y uno le cree. Porque Roma no se fundó con planos, sino con relatos. Y este relato ya ha empezado.
Al final, el hormigón guardó silencio otra vez. Pero no era el mismo silencio. Algo se había removido. Dentro y fuera. El ego, tal vez. O la certeza de que cuando el arte deja de entretener para empezar a transformar, ya no hay vuelta atrás.
ENEAS no fue una exposición. Fue una grieta en la costumbre. Una pausa larga en el discurso del mundo. Y a veces, lo más radical no es romper nada. Es invitar al alma a sentarse un rato y escuchar.
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