Por Bertie Espinosa

Florencia hierve. No es sólo el calor toscano de junio, que funde el mármol y perfuma las calles con un sudor aristocrático de cuero, lino y colonia inglesa, sino la intensidad de los pasos medidos, las solapas estudiadas, el gesto contenido del hombre que sabe que desfilar también es rezar. Porque la misa masculina –esa procesión laica de estilo que es Pitti Uomo 108– ha vuelto a su catedral al aire libre, con más fe que nunca y sin una gota de vergüenza sartorial.

La plaza de la Fortezza da Basso se convierte en templo. No hay sotanas, hay sastrería ligera, trajes dobles sin camisa, mocasines sin calcetines, sombreros de paja como aureolas y abanicos que parecen joyas. Es el dogma del detalle. No importa la temperatura, importa el mensaje: yo soy este tejido, esta caída de pantalón, este foulard que roza el cuello como si fuese un secreto. Este Pitti Uomo número 108 no predica moderación, predica carácter. Y lo hace con ese fervor que sólo el hombre verdaderamente elegante —no el que viste caro, sino el que domina el lenguaje de la ropa como quien recita Salmos— puede sostener sin cinismo.

Pitti es la respuesta europea al caos del fast fashion, la consagración del vestir lento, la liturgia del corte y el gesto. Aquí se venera el lino italiano, la camisa blanca bien planchada, el reloj heredado. Hay algo profundamente ritual en cómo se atan los cordones, en cómo se elige un pañuelo de bolsillo, en la forma en que un blazer descansa sobre los hombros como una bendición. Es fe. Es herencia. Es esa forma de estar en el mundo que no necesita gritar para ser escuchada.

Y aunque las cámaras cazan el espectáculo, el verdadero estilo está en el entreacto: en la pausa en la sombra, en la manera en que se enciende un cigarro sin arrugar el traje, en la conversación de pasillo que podría ser la portada de un editorial. El street style de Pitti Uomo este junio no es un escaparate, es un evangelio. Y cada uno de estos hombres, un apóstol de lo exquisito.

Tendencias