Crónica visual de una noche enmascarada bajo el objetivo del fotógrafo Antonio Bellido, que hace algo más que fotos. Hace frases visuales, como si escribiera con una Leica lo que otros sólo alcanzan a balbucear con filtros de Instagram. Jerezano de nacimiento, ciudadano de Madrid y París por vocación estética, Bellido camina por la Rue de Seine como otros cruzan el Rubicón: con la certeza de que el arte está en mirar despacio.

Lo suyo no es fotografía de moda, aunque haya trabajado con Vogue Italia. Es moda de la mirada, alta costura de la melancolía. Bellido dispara como quien recuerda, como quien anota una confidencia en el margen de un libro de Proust. Porque lo suyo es esa nostalgia luminosa del blanco y negro, el claroscuro que hace que un rincón parisino huela a tabaco rubio y a conversación íntima.

Tiene nombre de torero y ojo de poeta. En su exposición Rue de Seine, presentada en el CoolRooms Palacio de Atocha, uno no entra a ver fotos, sino a reencontrarse con fantasmas: la mujer que cruzó la calle con la luz exacta en el tobillo, el escaparate que miraba al hombre, el silencio cómplice de un café cerrado. Y siempre, una tristeza elegante que no se explica, pero se siente.

Con Leica como aliada —la M6 y la Q2 Monochrome, casi amantes más que cámaras— Bellido convierte la técnica en humo y alma. Lo analógico es su religión, pero no reniega del píxel: mezcla ambos lenguajes con la elegancia de un dandy digital.

El baile de máscaras de Damez, un evento a la luz de las velas

Lo de Damez no es inmobiliaria. Es otra cosa. Es Chanel con planos, es arquitectura con tacones. Daynara Correa y Triana Gómez no venden casas, cuentan historias. Le han puesto glamour a un sector de corbatas grises y portales aburridos. Y lo han hecho con un primer acto de teatro barroco: Masquerade Affair, una fiesta en el Palacio de Santa Bárbara que parecía escrita por Visconti y fotografiada por alguien que ha leído a Marguerite Duras.

Ese alguien es António Bellido, el poeta con Leica que dispara silencios. El fotógrafo que convierte una copa en un personaje y una sombra en un verso. Él retrató la noche como si fuera París en los años 50, pero con coctelería inmersiva y Edu Torres en los fogones.

Damez llega para romper moldes sin romper la elegancia. No quieren clientes: quieren cómplices. No hacen visitas guiadas: hacen experiencias. Todo es emoción, todo es estética. Y, lo más insólito, todo es honesto.

Porque al final, el ladrillo es solo el envoltorio. Lo que importa es lo que pasa dentro. Y en Damez, pasa algo que ya no pasaba: la belleza de habitar con estilo y sin prisa. Con alma. Como una buena columna.

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